Socorro

30.07.2017 00:13

Socorro.

Me pido socorro a mí misma, impotente, porque me veo sumida en la oscuridad más peligrosa de todas: aquella que te envuelve en un estado de tristeza profundo, permanente y  contradictoriamente acogedor y placentero. Una tristeza sin sentido, que no sé de dónde viene.

No, no es tristeza; es un sentimiento mucho más complejo. Me encuentro sumida en un profundo amor hacia la soledad, la quietud, el abismo físico y mental. Un abismo físico en el que se extiende ante mí un paisaje natural bello, surrealista, en el que no se escucha ni un ruido, no hay nadie. Por una parte estoy cómoda, por otra siento en mi interior un vacío enorme. Me siento sola y sé que no es sólo por lo inhóspito del lugar.

El abismo mental es un poco más difícil de explicar. Es como una bruma que acompaña siempre mi forma de ver la realidad, enturbiándola. Todo pensamiento se vuelve en cierta forma melancólico, y todo resquicio de “voluntad de acción” se ve frenada por una profunda apatía vital: de repente el cuerpo se vuelve extremadamente pesado y te sientes débil. Tus hobbies de siempre dejan de satisfacerte, pierdes la conexión con lo que estás haciendo; en cierto sentido, no te encuentras en “la realidad”.

Desconozco si esta situación surgió debido a mi interés por lo oculto, lo oscuro, lo sobrenatural, que fue creciendo a medida que fue pasando el tiempo allí en la oscura Suecia; mörkt Sverige. Al fin y al cabo siempre fui una niña muy solitaria, melancólica y con orientaciones místicas.

Escribo esto cuando hace ya casi dos años que volví de Suecia, después de pasar allí algo más de un año, y aun así siento que una parte de mí nunca se fue de aquel lugar. Todos los días, absolutamente todos los días pienso en volver, volver, volver. ¿Por qué?

Porque me enamoré de mi yo salvaje, libre, oscura, silenciosa; me enamoré de esa sensación de vacío existencial, de emociones extremas, de entendimiento profundo; me volví dependiente de ese silencio que reina allí, de la posibilidad de hallarme sola la mayor parte del tiempo, de convivir conmigo misma, entenderme mejor, escucharme, quererme y cuidarme más, de ser espontánea con mis emociones y mis actos. Todos los días pienso en volver porque echo de menos VIVIR cada estación con todos mis sentidos; amar el sol y la luna hasta el punto de llorar al recibir durante un breve instante un rayo solar en un invierno frío y nuboso, o sentir cómo se te remueve algo por dentro al contemplar la luna por primera vez después de todo un verano sin noche. Contar los días hasta el solsticio de invierno, con el único pensamiento de “resiste, a partir de ese día ya se van alargando las horas de luz y volverá el color, la vida”. Celebrar el solsticio de verano con la sensación de que “el año” ha alcanzado su juventud, su apogeo, su momento más maduro, sexual, y con la profunda comprensión de que, aunque sabes que el invierno es duro, es hora de que llegue de nuevo la vejez, de que todo tiene que marchitarse para volver a renacer.

Durante estos meses en Suecia, a veces no pronunciaba palabra alguna durante varios días, y luego me sorprendía a mí misma al escuchar mi voz. También pasé semanas enteras sin salir de mi habitación (salvo para ir a cocinar). A veces me obligaba a salir a correr, otras salía a dar un paseo porque literalmente había algo que me arrastraba hacia fuera. A veces volvía a casa más animada, otras sentía que la sensación de vacío había crecido un poco más.

Yo tenía un objetivo claro: había ido allí a encontrarme a mí misma. A comprenderme, perdonarme, definirme y, a partir de ahí, construir alguien más fuerte, más independiente, y más sabia. Reflexionaba mucho durante la mayor parte del día. Apenas tenía con quien volcar esta clase de pensamientos, por lo que me los guardaba dentro y acababa encerrándome en mí misma. Solía beber alcohol sola, en mi habitación, escuchando Wardruna de fondo y con alguna que otra vela e incienso dándome compañía. Eso me hacía sentir bien, sentía que era yo misma, y para completar “mi viaje” me desnudaba y me observaba sin ningún complejo, sin pudores ni vergüenzas. Extendía una manta en el suelo y me tumbaba en ella tal cual, con ese límite perfecto de ebriedad, ese olor a incienso, esos ritmos repetitivos y profundos, sumiéndome voluntariamente en un estado de trance que no quería que terminase nunca.

Al callar durante tanto tiempo empiezas a escuchar otro tipo de sonidos, experimentas sensaciones diferentes a cuando tienes tu cabeza continuamente distraída con conversaciones y privada del silencio y la contemplación. Te vuelves más sensible, ya no sólo a tu sentido del oído, sino también al tacto, a las sensaciones de calor, frío; te vuelves más presente, escuchas tu voz interna de forma mucho más nítida, y sientes el deseo de complacer todo cuanto te diga.

Así fue como un día, cerca de Samhaim, sentí la necesidad de ir al bosque en plena noche, y tomarme un té caliente en medio de esa oscuridad, escuchando atentamente, siendo consciente del frío exterior y el líquido caliente por dentro. Tenía curiosidad por descubrir si me envolverían sentimientos de terror o si más bien me sentiría cómoda en tales circunstancias. Me llevé un par de velas y una pequeña linterna, el termo de té y algo de abrigo, y me dirigí hacia mi bosque de siempre, el de mis paseos melancólicos, el que se nutre del lago Stora delsjön. Me sentía tranquila, no había mucha luz pero conocía de sobra el camino, y al llegar allí, me senté en un tronco, coloqué las velas y abrí el termo. Me descubrí con ganas de hablarme a mí misma, esta vez en voz alta, y así mantuve una especie de conversación conmigo misma sobre mis miedos, mis objetivos, mi percepción hacia el presente… hasta que una de las velas se apagó y una sensación de miedo y un escalofrío recorrieron mi espalda. Tenía frío, estaba cansada y ya no me sentía bienvenida allí, el ambiente se había vuelto incómodo, sólo pensaba en volver a casa y sentir el calor bajo el edredón.

Al mirar la vista atrás hacia momentos como éste, me doy cuenta de la libertad que allí tenía para experimentar, para moverme según mi propio instinto. Suecia me ha dado momentos muy oscuros, pero también me ha enseñado muchísimo sobre mi propia vida y ha sembrado en mí una insaciable necesidad de volver, de seguir buscando, de ser ambiciosa con mis sueños, de perseguir una y otra vez ese estado de conexión con mi interior y con el paisaje que me rodea, de sentir que pertenezco a un sitio. Es una sensación a veces agobiante, de impotencia al saber que aún estoy muy lejos de encontrar eso que busco, de nostalgia por lo vivido e incertidumbre al pensar en las experiencias que vendrán, de vacío al no terminar de encontrar tu sitio y de contradicción ante una lucha interna entre la necesidad de seguir viajando y expandiendo mi mente, y la necesidad de encontrar cierta estabilidad enmascarada en la rutina y monotonía.

Se aprende mucho entre las sombras. Te haces fuerte viviendo en condiciones duras y austeras. Te vuelves independiente al conseguir comprender mejor tus necesidades, tus miedos y tus objetivos. Por eso no pienso en otra cosa que no sea volver a arroparme entre aquellos bosques verdes y oscuros. Por eso pido socorro; pero socorro porque no sé hasta dónde me alcanza ya la cordura, hasta donde todo esto ha sido ficción, imaginación mía; socorro porque ya no controlo mi realidad, me muevo entre ésta y aquella envuelta en bruma, no me concentro en mis tareas diarias, rechazo bastante a menudo la compañía humana, despierto deseando que llegue la noche, y me estremezco al ver que me siento cómoda en esta “realidad neblinosa”.

En lo más profundo de mí, sé que ya no hay vuelta atrás: ya no puedo volver a ser yo misma hasta que no vuelva a envolverme en esos hilos movidos por viento nórdico.

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